miércoles, 17 de mayo de 2017

Una historia de amor sin final feliz

Ella se llama Lucía, él se llama Julián. Dos almas solas y atormentadas que se encontraron en el otoño de sus vidas. Ella seguía conservando la belleza de la juventud y salvo uno que otro signo, disimulaba muy bien sus más de cuarenta años. Él no era un tipo feo, hasta tenía una cierta semejanza con un actor de cine y también disimulaba haber cumplido ya más de medio centenar de años de edad.
Ambos tenían el corazón roto y múltiples heridas producto de la traición de aquellas personas que juraron quedarse a su lado hasta que la muerte los separe. Julián tuvo un feliz matrimonio, tres hermosos hijos y una esposa encantadora, pero todo era una farsa que ocultaba una cruenta historia de una infidelidad por parte de Adriana, su ex mujer, quien cayó en brazos de un amigo de su marido y mantuvieron una relación clandestina por varios años, resultando que uno de los tres hijos de Julián no era hijo de su sangre.
Pareciera un cliché tomado de alguna serie dramática mexicana, pero Julián encontró a Adriana y a su gran amigo Pablo en su propia cama, en aquel lecho sin mancha del que tanto presumía Julián en sus reuniones de catequesis matrimonial.
Para Julián no existía otra posibilidad más que perdonar a su legítima esposa y tratar de arreglar su matrimonio, pero ella estaba enamorada de Pablo. Un día simplemente se apareció con su abogado y le ofreció dos opciones a Julián: firmar un divorcio pacífico e irse de casa, o esperar una cruenta guerra en los Tribunales de Justicia, en donde tendría las de ganar por ser mujer. Ante la nefasta posibilidad de ver obstruida su relación con sus hijos, decidió firmar el divorcio, empacar sus propias cosas y volver a casa de su madre. Tendría unos treinta años de edad apenas, la edad perfecta para sanar sus heridas y reiniciar su vida con un amor verdadero. Pero para un hombre ultracatólico como Julián esa posibilidad era impensable, para él, ante Dios, Adriana era su legítima esposa y lo sería hasta la muerte de alguno de los dos.
Por su parte, Lucía se casó enamorada de Alfredo, un encantador y guapo hombre, alto, de cuerpo bien cuidado por la disciplina del gimnasio, con un torso escultural y una sonrisa de galán de telenovela. Ella cayó rendida ante aquel ejemplar y para él, una mujer como Lucía, alta, curvilínea y de breve cintura y con un rostro de reina de belleza, se le hacía una compañía digna. Además, Lucía provenía de una buena familia, adinerada y bien posicionada.
Iniciaron un cortejo muy breve, caracterizado por el pudor y el recato de Lucía, quien juraba protegería su virginidad hasta el altar, porque así lo quería Dios. Alfredo dejó pasar aquella señal de alerta, pero a escondidas seguía frecuentando damas de compañía y clubes nocturnos. Si no lo hacía Lucía, de una u otra forma saciaba sus apetitos sexuales.
Un breve noviazgo fue seguido de un pronto matrimonio. Tenían menos de un año de conocerse, pero para Lucía era inaceptable la idea de entregarse a aquel hombre sin la bendición de Dios y mucho menos convivir bajo el mismo techo sin haber contraído el sacramento del matrimonio. Hubo prisa, además, Lucía soñaba con ser madre joven y tener una familia numerosa.
Los primeros meses de matrimonio fueron el paraíso en la tierra. Lucía se sentía en el felices por siempre de un cuento de hadas, pero no tenía idea de lo que le esperaba.
Tres años pasaron y el bebé no llegaba. A Lucía le extrañaba si seguía al pie de la letra los calendarios y cálculos que recomienda la iglesia para concebir o espaciar las concepciones. No lo sabía, pero solo un par de meses después de casarse, Alfredo se hizo la vasectomía y antes de eso, como Lucía exigía que se apagara la luz de la habitación, se ponía preservativo a escondidas. Alfredo no quería ser padre.
Lucía rogaba a Alfredo hacer algo, pero él, temiendo que se descubriera su jugarreta, posponía cada vez más la cita en la clínica de fertilidad. Sobra decir que Alfredo seguía frecuentando a las damas de compañía y con una en especial entabló una relación.
Un buen día, simplemente rompió su relación con Lucía, como si fueran unos novios del colegio, como si aquel trascendental paso que Lucía sintió había dado fuera cualquier cosa. Para él era una conquista más, para ella, su proyecto de vida. Alfredo hizo maletas y dos semanas después el abogado llegó solo, con la escritura de divorcio. Le dejó la lujosa y enorme casa a Lucía y uno de los tres autos que tenía, más una carta en que le confesaba su vasectomía. Ella simplemente firmó, a sus veintiocho años sintió que su vida había terminado. 
Se refugió en misas y rosarios, sus rodillas ya rojas y doloridas de tanto orar pidiendo la restauración de su matrimonio. Pasaron dos, tres, pasaron diez años y ella siguió esperando a Alfredo, su legítimo esposo, que nunca volvió, que dejó a la escort por otra y a la segunda por una tercera con quien contrajo matrimonio civil, revirtió su vasectomía y tuvo dos hijos. Ella lo supo gracias a Facebook.
Lucía cumplió cuarenta y dos años. Conoció a Julián de cincuenta y uno en una marcha contra el aborto y el matrimonio gay. Entre ellos hubo química inmediata, tenían los mismos intereses, les gustaban las mismas películas, la misma música, los mismos libros. Empezaron a frecuentar el cine, el teatro, días de campo y tardes enteras de charla y café.
Bastaba un roce de sus manos para hacer que una ráfaga de calor vibrante les recorriera de pies a cabeza, como si fuera un gran sorbo de vino. No podían esconder más lo que sentían el uno por el otro y decidieron iniciar un noviazgo.
Parecería la historia de amor perfecta y feliz. Dos almas rotas y solitarias, traicionadas y abandonadas se encuentran para darse un segundo chance de amar y ser amados. Quizá la última oportunidad de Lucía para ser madre como tanto lo deseó. Quizá la última oportunidad de Julián de tener a una bella mujer como compañera de vida, con quien viajar, con quien llevar las cargas de la existencia.
Pero si osaban amarse completamente, en almas y en cuerpos, estarían cometiendo un "terrible pecado", se convertirían en adúlteros, porque en sus mentes adoctrinadas, dogmáticas, cuadradas, víctimas de la manipulación y del fanatismo, si osaban darse un segundo chance para ser felices, cometerían "adulterio". Ante los ojos de Dios creían seguir obligados a ser fieles a ese par de traidores con los que cometieron el error de casarse.
Sabían que era demasiado tarde para ellos intentar el burocrático y engorroso proceso de nulidad matrimonial eclesiástica, un proceso por demás caro y largo para anular no un matrimonio sino dos y después poderse casar ellos. Para entonces quizá sería muy tarde para Lucía poder ser madre, para entonces habrán pasado muchos años, años de vida, valiosos y cortos desperdiciados en dogmas hechos para hacer infelices a las personas.
Un día Julián le propuso a Lucía casarse por lo civil y hacer su vida matrimonial mientras tramitaban sus nulidades matrimoniales. Julián debió amar demasiado a esa mujer como para poner a un lado su ferviente fanatismo. Pero para ella era impensable cometer el "pecado mortal" de casarse por lo civil estando casada válidamente por la iglesia con otro hombre. "Y si morimos, Julián, nos iremos directamente al infierno por ese pecado".
Entonces Julián y Lucía terminaron y hoy se les ve por ahí, solitarios, tristes, él amargado y despotricando contra todo el que quiera ser feliz, contra todo el que se tome ese atrevimiento de desafiar al "Dios de amor" siendo feliz en esta corta vida. Ella se quedó ahí, acompañada de sus gatos, triste, melancólica, siempre metida en las actividades de la iglesia, mirando con añoranza a esas familias fecundas atendiendo la misa, consolándose a sí misma con "una eternidad en el cielo por unos años de sufrimiento".

Y medito para mí misma, lo esclavizante, absurda, inhumana que es la religión mal asumida, la religión seguida al pie de la letra, con fanatismo y ceguera, con cero capacidad de cuestionar.
Sin embargo, al fin y al cabo, las únicas pobres víctimas de su ceguera fueron Lucía y Julián, que prefirieron doctrinas de hombres en vez de aprovechar cada día de su corta vida amando y cumpliendo sus sueños. Siento real y profunda pena por ellos y más aún por el karma que han debido acumular esos hombres mentirosos, hipócritas y dogmáticos, esos sepulcros blanqueados que pontifican sobre estas normas inhumanas y retorcidas, arruinando vidas y haciendo infelices y temerosas a las personas.

Esta historia está basada en hechos reales, he cambiado los nombres de los involucrados para proteger su identidad, así como algunos hechos para inyectarle un poco de dramatismo. Y aunque no lo crean, esta triste historia sucedió en pleno siglo XXI.

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