domingo, 28 de mayo de 2017

El Armario de la Sacristía

Las albas y las casullas limpias, olorosas a suavizante de telas colgaban impecablemente en el armario de la sacristía, ordenadas por color litúrgico, en un entramado de verdes, morados y blancos. El Padre Miguel Gutiérrez se sacó sus ornamentos litúrgicos y los dejó más o menos desordenados en una silla de madera dentro de aquel recinto que más parecía un elegante y amplio walking closet.

Se acercó al armario y sacó un chaleco de lana con estampado de rombos, con un cuello en v lo suficientemente ancho como para que se notara el cuello clerical que portaba con sumo orgullo.

- Padre Miguel. Le recuerdo que hoy tiene una entrevista en Radio Central, en el programa de política - le recordó el sacristán, un joven veinteañero regordete y bajo, de piel sumamente blanca cuyo rostro se enrojecía con facilidad.
- Sí, Pablo, muchas gracias por recordarlo. De igual manera lo tengo muy pendiente - respondió el Padre Miguel mientras revisaba los libros que cargaba en su maletín de cuero negro.

Acomodó los libros de forma que los lomos estuvieran visibles y acarició cada uno de ellos mientras releía los títulos. "La Familia según el Plan de Dios", "Comprender y Sanar la Homosexualidad", "Participación de los Católicos en la Política", "La Sacralidad de la Vida Intrauterina". Aparte de la Biblia y del Catecismo de la Iglesia Católica, eran los libros que más consultaba y se les notaba el frecuente uso que el Padre les daba en el desgaste de sus páginas repletas de anotaciones, subrayados y cubiertas por post its y pestañas de colores.

- Ah, y le llamó el Padre Gerardo, dice que lo espera a las cuatro de la tarde - agregó el Sacristán.

El Padre Miguel solamente asintió mientras se descubría el reloj dorado que llevaba en la muñeca izquierda. "Tengo una hora para llegar a donde Gerardo y de ahí hora y media para llegar a la Radio", se dijo a sí mismo.

Unos veinte kilómetros separaban su parroquia de la parroquia del Padre Gerardo, uno de sus más cercanos amigos y ex compañero de Seminario. Con amargura  y arrepentimiento, iba rumiando sus pecados mientras conducía, entre lamentos y súplicas de perdón a Dios y a la Virgen, sintiéndose como un guiñapo de suciedad y perversión.

Una vez más había caído en aquel vicio espantoso y sucio, en aquel látigo de tentación que fustigaba su frágil alma y le hacía imposible mirar a Dios cara a cara cuando levantaba la ostia que consagraba en Misa.

Gerardo lo esperaba en su oficina, con una estola púrpura rodéandole el cuello, sentado en una de las dos sillas de madera con asiento de tela en intrincados de flores bordadas. Cuántas confidencias habrían escuchado esas paredes, cuántas horas sentado oyendo miserias ajenas había pasado el Padre Gerardo Jiménez. Y los pecados de sus penitentes eran los mismos, siempre, todas las veces. Malos pensamientos, manos traviesas debajo de faldas y pantalones propios o ajenos, historiales de internet dignos de ser borrados para siempre, búsquedas vergonzosas y los peores, encuentros secretos y prohibidos de solteros y casados, dentro y fuera de la iglesia, con compañeros de pastorales, con seminaristas, compañeros del trabajo y hasta perversiones innombrables. Cuántos secretos incomprensibles para el Padre Gerardo, resguardados bajo el celoso secreto del sacramento de la confesión.

Las confidencias de Miguel no eran las peores que escuchaba, ni de lejos. Gerardo debió escuchar a uno de sus mentores confesar entre lágrimas y de rodillas las cosas horribles que había hecho con su sacristán, un jovenzuelo de quince años que aparentaba escasos doce y que años después terminó poniéndose una pistola en la boca y acabando con su joven vida de veintiún años, llevándose a la tumba un secreto que ahora solo conocían el padre libidinoso y su confesor imposibilitado para llevar al pederasta ante la justicia, puesto que romper el secreto de confesión le traería una excomunión inmediata y por ende, el infierno eterno.

Los pecados de Miguel eran comunes, no era el único de sus compañeros o mentores que llegaban a la parroquia de Gerardo con la misma historia, el mismo dolor en sus ojos y el mismo corazón partido en dos, deseando en una parte ir al cielo con Jesús y en la otra ir a donde le llevaba la fuerza del amor más prohibido y obstinado.

- Yo te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ve a la capilla del Santísimo y reza dos padrenuestros y diez avemarías - recitó automáticamente Gerardo, la muletilla de rigor a todos los penitentes.

Miguel se sintió repentinamente liberado, limpio, imaginaba su alma como un manantial puro y virgen escondido en la selva y jamás alcanzado por la mano del hombre. Rezó automáticamente los padrenuestros y avemarías, mientras su mente, colmada de gratitud, paseaba en el éxtasis de una limpieza espiritual culminada en una absolución sacramental. Sentía como si aquel ritual milenario de forma automática hubiera borrado lo que pasó, como si hubiera borrado sus acciones, esas que consideraba maldades dignas del castigo infernal eterno.

Se levantó del reclinatorio y se sacudió las rodillas. Se dirigió a su auto y logró llegar a la Radio Central cuarenta y cinco minutos antes del programa. Aprovechó para leer uno de sus libros y concentrarse en el tema central del programa: "Matrimonio Homosexual, voces a favor y en contra", tal como rezaba el tema en el correo electrónico recibido.

Pocos sacerdotes pontificaban con la elocuencia y propiedad con las que lo hacía el Padre Miguel. No era raro ni infrecuente que lo invitaran a dar su posición como representante de la Iglesia en debates, entrevistas televisivas y radiales. Su posición, radicalmente conservadora, levantaba numerosas reacciones en las redes sociales, pero él se mantenía inmutable ante las injurias, o lo que consideraba injurias que no eran más que respuestas airadas y emocionales de aquellos a los que hería en su sensibilidad con sus sermones acostumbrados.

El padre Miguel se acomodó en un sillón del vestíbulo de la radio, era un anticuado mueble forrado con cuero sintético de un apagado color café, a tono con el resto de la deslucida sala. Echó una rápida mirada al recinto de paredes irregulares color blanco hueso. A un lado, un mueble de recepcionista, alto y de imitación madera era coronado por un florero transparente repleto de unas horribles flores de plástico. Un juego de sillones a tono con el que Miguel ocupaba, rodeaban una mesa ratona de metal y vidrio, sobre la cual había una gran colección de revistas viejas en desorden.

A un lado del mostrenco de la recepción, había un dispensador de agua y una mesita con un percolador lleno de café caliente y recién hecho, vasos, removedores y una caja con sobrecitos de azúcar. Miguel se sirvió un café, algo molesto por no encontrar ni un solo sobrecito de crema para café o de sustituto de azúcar. Se resignó a un simple café negro sin endulzar. Miró su reloj, aún faltaban quince minutos para la hora a la que fue convocado a la radio.

En los parlantes se escuchaba una acalorada discusión entre los panelistas sobre el pésimo arbitraje del partido de fútbol del domingo anterior. El programa de deportes llegaba a su clímax y el rostizado para la ocasión era el mismo árbitro varias veces acusado de favorecer a los Monstruos por sobre los Leones. "Una absurda nimiedad", espetó Miguel para sus adentros.

Volvió a sentarse en uno de los sillones y colocó cuidadosamente el café en la mesilla, mientras rebuscaba entre las revistas alguna que le llamara la atención. Miró con desdén y un dejo de ira la portada de una conocida revista para mujeres, cuya modelo de tapa era Virginia Rojas, una importante activista transgénero.

"Esa maldita ideología de género. Me pregunto cuándo será el día que pueda vivir libre de esa peste", pensó. Frunció el ceño mientras miraba con desagrado a la mujer de la portada. Era hermosa, su rostro delgado y angulado enmarcado por mechones ondulados de cabello brillante color chocolate. Su maquillaje impecable, labios carnosos y ojos hechiceros, le daban un aire a actriz de la era de oro de Hollywood mezclada con una reina de belleza nacional que ganó hacía un par de años.

Virginia era una de sus enemigas declaradas, desde aquél debate televisado en el noticiero de las doce en el que discutían sobre la fracasada Ley de Identidad de Género. La cita de aquella tarde sería con Jorge Castro, un destacado activista homosexual.

Miguel tenía su discurso preparado, punto por punto, las mismas viejas y desgastadas tarjetas de estudio que repasaba una y otra vez y que decidió sacar de su maletín por si acaso se le olvidaba algún detalle.

"La homosexualidad es un desorden, es un comportamiento desordenado que afecta a la familia, a la niñez y a la sociedad en su conjunto." Recitaba con propiedad en voz alta, ensayando su participación en la radio.

- Gusto en verte, Miguel. ¿Qué se siente tener tanta moral que se llega a tenerla doble?- interrumpió una voz carrasposa en tono irónico a sus espaldas.
- Jorge - saludó Miguel secamente.
- Ni creas que he olvidado nuestra última conversación. Conoces el trato, abandonas esta lucha perdida o contaremos tu secreto a los medios - advirtió Jorge, un hombre mayor de cabello entrecano y arrugas en el rostro, modales finos y corta estatura.
- He tropezado, lo sé, pero eso no me hace claudicar de mi fe ni de mi misión - respondió Miguel con firmeza.
- Estás a tiempo. No participes en el programa de hoy y tu secreto seguirá seguro conmigo - prometió Jorge mientras le guiñaba un ojo.

Miguel optó por ignorar a Jorge y seguir enfrascado en sus tarjetas amarillentas y desgastadas, pero escritas con tanta firmeza como su tozudez y la inamovilidad de los dogmas que defendía.

En el programa de radio fue inclemente y absolutista. Como si hubiese sido ungido por el Dios único (al menos él se creía ungido por el Dios único), se explayó con propiedad sobre sus mismos razonamientos circulares, adobados con tantas palabras rimbombantes y falacias argumentales que parecían razonables, hasta que se llegaba al núcleo de su mismo argumento de cada debate: "El matrimonio es entre hombre y mujer porque Dios creó a hombre y mujer para reproducirse y formar familias y todo lo que salga de ese orden perjudica al orden social y perjudica al orden social porque crían hijos que se vuelven gais, lo cual es malo porque el matrimonio es entre hombre y mujer porque Dios creó a hombre y mujer". Palabras más, palabras menos.

Jorge Castro tenía una debilidad, que perdía la paciencia y terminaba interrumpiendo y gritando, así que aunque llevara la razón y argumentos capaces de hundir el débil panfleto del Padre Miguel, al final sus encontronazos se reducían a gritos e interrupciones en un cacareo inentendible que solo servía para subir el rating y generar muchísimos comentarios en la red social del programa. Usados como ganchos de radioescuchas y clickbaits en su sitio web generosamente patrocinado por una marca de refrescos, terminada la hora del programa, cada uno iba para su auto.

- Te lo advertí, Miguel, varias veces - advirtió Jorge con una sardónica sonrisa mientras abría la puerta de su vehículo.

Miguel decidió no darle importancia a las amenazas de Jorge, pero dos días pasarían para que Pablo entrara a la sacristía sosteniendo un periódico enrrollado entre sus manos temblorosas. Su rostro serio, sus labios apretados, sus ojos llenos de preocupación lo dijeron todo. En completo silencio, Pablo puso el periódico abierto sobre la mesilla al lado del armario de la sacristía y se retiró sin decir una palabra.

El sacerdote se aproximó a la mesilla y pudo vislumbrar su foto en primera plana, debajo de un encabezado escandaloso y en letras grandes: "Grupos gais denuncian el doble discurso de vocero de la Iglesia".

Sus encuentros con jovenzuelos de dieciocho a veinte años casi cada semana en hoteles capitalinos de poca monta no se quedaron en el confesionario de Gerardo, ni en los acuerdos tácitos de confidencialidad con aquellos mancebos casi siempre delgaduchos y de aspecto adolescente. Uno de ellos resultó ser parte del colectivo liderado por Jorge. La tentación llamó a la puerta de Miguel y Miguel mordió el anzuelo. Todo el plan de Jorge y su séquito de activistas había tenido éxito.

La Iglesia decidió separar a Miguel de su cargo como vocero, suspenderlo de sus labores sacerdotales, enviarlo al único podio de sus redes sociales, desde donde siguió despotricando contra sí mismo pero en el reflejo de otros, desde donde los mismos ciegos de siempre seguían apoyando el mismo discurso, escondiendo sus propios secretos.

Años después, un amanecer en un remoto seminario Mexicano es el lugar en donde el Padre Miguel se oculta. Fue demasiado tarde cuando decidió pedir cédula a sus mancebos, el daño había sido hecho. Monaguillos de once o doce años iniciados a la fuerza en las artes sexuales, proveídos de pornografía por el mismo padre, tan piadoso ante los fieles y monstruoso ante los chicos.

Los muchachos requirieron de un gran valor y mucho tiempo para romper el silencio. El tiempo se agotaba, pronto caducaría el tiempo para poder condenar a Miguel por sus crímenes. Registró una salida del país, una entrada en suelo mexicano y su rastro se borró por completo. Muy tarde, la iglesia lo redujo al estado clerical, quizá para aminorar la airada furia del pueblo y de los medios. Su rostro, otrora defensor de la moral más conservadora, aparecía en el registro de más buscados de la Interpol, junto con la descripción de los delitos por los que se le buscaba.

Definitivamente, el armario de la sacristía nunca más volvió a cerrarse.



©Lauren Rey todos los derechos reservados
OBRA DE FICCIÓN LITERARIA. Cualquier similitud con hechos y personajes reales es mera coincidencia


No hay comentarios:

Publicar un comentario

El Armario de la Sacristía

Las albas y las casullas limpias, olorosas a suavizante de telas colgaban impecablemente en el armario de la sacristía, ordenadas por color...