domingo, 28 de mayo de 2017

El Armario de la Sacristía

Las albas y las casullas limpias, olorosas a suavizante de telas colgaban impecablemente en el armario de la sacristía, ordenadas por color litúrgico, en un entramado de verdes, morados y blancos. El Padre Miguel Gutiérrez se sacó sus ornamentos litúrgicos y los dejó más o menos desordenados en una silla de madera dentro de aquel recinto que más parecía un elegante y amplio walking closet.

Se acercó al armario y sacó un chaleco de lana con estampado de rombos, con un cuello en v lo suficientemente ancho como para que se notara el cuello clerical que portaba con sumo orgullo.

- Padre Miguel. Le recuerdo que hoy tiene una entrevista en Radio Central, en el programa de política - le recordó el sacristán, un joven veinteañero regordete y bajo, de piel sumamente blanca cuyo rostro se enrojecía con facilidad.
- Sí, Pablo, muchas gracias por recordarlo. De igual manera lo tengo muy pendiente - respondió el Padre Miguel mientras revisaba los libros que cargaba en su maletín de cuero negro.

Acomodó los libros de forma que los lomos estuvieran visibles y acarició cada uno de ellos mientras releía los títulos. "La Familia según el Plan de Dios", "Comprender y Sanar la Homosexualidad", "Participación de los Católicos en la Política", "La Sacralidad de la Vida Intrauterina". Aparte de la Biblia y del Catecismo de la Iglesia Católica, eran los libros que más consultaba y se les notaba el frecuente uso que el Padre les daba en el desgaste de sus páginas repletas de anotaciones, subrayados y cubiertas por post its y pestañas de colores.

- Ah, y le llamó el Padre Gerardo, dice que lo espera a las cuatro de la tarde - agregó el Sacristán.

El Padre Miguel solamente asintió mientras se descubría el reloj dorado que llevaba en la muñeca izquierda. "Tengo una hora para llegar a donde Gerardo y de ahí hora y media para llegar a la Radio", se dijo a sí mismo.

Unos veinte kilómetros separaban su parroquia de la parroquia del Padre Gerardo, uno de sus más cercanos amigos y ex compañero de Seminario. Con amargura  y arrepentimiento, iba rumiando sus pecados mientras conducía, entre lamentos y súplicas de perdón a Dios y a la Virgen, sintiéndose como un guiñapo de suciedad y perversión.

Una vez más había caído en aquel vicio espantoso y sucio, en aquel látigo de tentación que fustigaba su frágil alma y le hacía imposible mirar a Dios cara a cara cuando levantaba la ostia que consagraba en Misa.

Gerardo lo esperaba en su oficina, con una estola púrpura rodéandole el cuello, sentado en una de las dos sillas de madera con asiento de tela en intrincados de flores bordadas. Cuántas confidencias habrían escuchado esas paredes, cuántas horas sentado oyendo miserias ajenas había pasado el Padre Gerardo Jiménez. Y los pecados de sus penitentes eran los mismos, siempre, todas las veces. Malos pensamientos, manos traviesas debajo de faldas y pantalones propios o ajenos, historiales de internet dignos de ser borrados para siempre, búsquedas vergonzosas y los peores, encuentros secretos y prohibidos de solteros y casados, dentro y fuera de la iglesia, con compañeros de pastorales, con seminaristas, compañeros del trabajo y hasta perversiones innombrables. Cuántos secretos incomprensibles para el Padre Gerardo, resguardados bajo el celoso secreto del sacramento de la confesión.

Las confidencias de Miguel no eran las peores que escuchaba, ni de lejos. Gerardo debió escuchar a uno de sus mentores confesar entre lágrimas y de rodillas las cosas horribles que había hecho con su sacristán, un jovenzuelo de quince años que aparentaba escasos doce y que años después terminó poniéndose una pistola en la boca y acabando con su joven vida de veintiún años, llevándose a la tumba un secreto que ahora solo conocían el padre libidinoso y su confesor imposibilitado para llevar al pederasta ante la justicia, puesto que romper el secreto de confesión le traería una excomunión inmediata y por ende, el infierno eterno.

Los pecados de Miguel eran comunes, no era el único de sus compañeros o mentores que llegaban a la parroquia de Gerardo con la misma historia, el mismo dolor en sus ojos y el mismo corazón partido en dos, deseando en una parte ir al cielo con Jesús y en la otra ir a donde le llevaba la fuerza del amor más prohibido y obstinado.

- Yo te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ve a la capilla del Santísimo y reza dos padrenuestros y diez avemarías - recitó automáticamente Gerardo, la muletilla de rigor a todos los penitentes.

Miguel se sintió repentinamente liberado, limpio, imaginaba su alma como un manantial puro y virgen escondido en la selva y jamás alcanzado por la mano del hombre. Rezó automáticamente los padrenuestros y avemarías, mientras su mente, colmada de gratitud, paseaba en el éxtasis de una limpieza espiritual culminada en una absolución sacramental. Sentía como si aquel ritual milenario de forma automática hubiera borrado lo que pasó, como si hubiera borrado sus acciones, esas que consideraba maldades dignas del castigo infernal eterno.

Se levantó del reclinatorio y se sacudió las rodillas. Se dirigió a su auto y logró llegar a la Radio Central cuarenta y cinco minutos antes del programa. Aprovechó para leer uno de sus libros y concentrarse en el tema central del programa: "Matrimonio Homosexual, voces a favor y en contra", tal como rezaba el tema en el correo electrónico recibido.

Pocos sacerdotes pontificaban con la elocuencia y propiedad con las que lo hacía el Padre Miguel. No era raro ni infrecuente que lo invitaran a dar su posición como representante de la Iglesia en debates, entrevistas televisivas y radiales. Su posición, radicalmente conservadora, levantaba numerosas reacciones en las redes sociales, pero él se mantenía inmutable ante las injurias, o lo que consideraba injurias que no eran más que respuestas airadas y emocionales de aquellos a los que hería en su sensibilidad con sus sermones acostumbrados.

El padre Miguel se acomodó en un sillón del vestíbulo de la radio, era un anticuado mueble forrado con cuero sintético de un apagado color café, a tono con el resto de la deslucida sala. Echó una rápida mirada al recinto de paredes irregulares color blanco hueso. A un lado, un mueble de recepcionista, alto y de imitación madera era coronado por un florero transparente repleto de unas horribles flores de plástico. Un juego de sillones a tono con el que Miguel ocupaba, rodeaban una mesa ratona de metal y vidrio, sobre la cual había una gran colección de revistas viejas en desorden.

A un lado del mostrenco de la recepción, había un dispensador de agua y una mesita con un percolador lleno de café caliente y recién hecho, vasos, removedores y una caja con sobrecitos de azúcar. Miguel se sirvió un café, algo molesto por no encontrar ni un solo sobrecito de crema para café o de sustituto de azúcar. Se resignó a un simple café negro sin endulzar. Miró su reloj, aún faltaban quince minutos para la hora a la que fue convocado a la radio.

En los parlantes se escuchaba una acalorada discusión entre los panelistas sobre el pésimo arbitraje del partido de fútbol del domingo anterior. El programa de deportes llegaba a su clímax y el rostizado para la ocasión era el mismo árbitro varias veces acusado de favorecer a los Monstruos por sobre los Leones. "Una absurda nimiedad", espetó Miguel para sus adentros.

Volvió a sentarse en uno de los sillones y colocó cuidadosamente el café en la mesilla, mientras rebuscaba entre las revistas alguna que le llamara la atención. Miró con desdén y un dejo de ira la portada de una conocida revista para mujeres, cuya modelo de tapa era Virginia Rojas, una importante activista transgénero.

"Esa maldita ideología de género. Me pregunto cuándo será el día que pueda vivir libre de esa peste", pensó. Frunció el ceño mientras miraba con desagrado a la mujer de la portada. Era hermosa, su rostro delgado y angulado enmarcado por mechones ondulados de cabello brillante color chocolate. Su maquillaje impecable, labios carnosos y ojos hechiceros, le daban un aire a actriz de la era de oro de Hollywood mezclada con una reina de belleza nacional que ganó hacía un par de años.

Virginia era una de sus enemigas declaradas, desde aquél debate televisado en el noticiero de las doce en el que discutían sobre la fracasada Ley de Identidad de Género. La cita de aquella tarde sería con Jorge Castro, un destacado activista homosexual.

Miguel tenía su discurso preparado, punto por punto, las mismas viejas y desgastadas tarjetas de estudio que repasaba una y otra vez y que decidió sacar de su maletín por si acaso se le olvidaba algún detalle.

"La homosexualidad es un desorden, es un comportamiento desordenado que afecta a la familia, a la niñez y a la sociedad en su conjunto." Recitaba con propiedad en voz alta, ensayando su participación en la radio.

- Gusto en verte, Miguel. ¿Qué se siente tener tanta moral que se llega a tenerla doble?- interrumpió una voz carrasposa en tono irónico a sus espaldas.
- Jorge - saludó Miguel secamente.
- Ni creas que he olvidado nuestra última conversación. Conoces el trato, abandonas esta lucha perdida o contaremos tu secreto a los medios - advirtió Jorge, un hombre mayor de cabello entrecano y arrugas en el rostro, modales finos y corta estatura.
- He tropezado, lo sé, pero eso no me hace claudicar de mi fe ni de mi misión - respondió Miguel con firmeza.
- Estás a tiempo. No participes en el programa de hoy y tu secreto seguirá seguro conmigo - prometió Jorge mientras le guiñaba un ojo.

Miguel optó por ignorar a Jorge y seguir enfrascado en sus tarjetas amarillentas y desgastadas, pero escritas con tanta firmeza como su tozudez y la inamovilidad de los dogmas que defendía.

En el programa de radio fue inclemente y absolutista. Como si hubiese sido ungido por el Dios único (al menos él se creía ungido por el Dios único), se explayó con propiedad sobre sus mismos razonamientos circulares, adobados con tantas palabras rimbombantes y falacias argumentales que parecían razonables, hasta que se llegaba al núcleo de su mismo argumento de cada debate: "El matrimonio es entre hombre y mujer porque Dios creó a hombre y mujer para reproducirse y formar familias y todo lo que salga de ese orden perjudica al orden social y perjudica al orden social porque crían hijos que se vuelven gais, lo cual es malo porque el matrimonio es entre hombre y mujer porque Dios creó a hombre y mujer". Palabras más, palabras menos.

Jorge Castro tenía una debilidad, que perdía la paciencia y terminaba interrumpiendo y gritando, así que aunque llevara la razón y argumentos capaces de hundir el débil panfleto del Padre Miguel, al final sus encontronazos se reducían a gritos e interrupciones en un cacareo inentendible que solo servía para subir el rating y generar muchísimos comentarios en la red social del programa. Usados como ganchos de radioescuchas y clickbaits en su sitio web generosamente patrocinado por una marca de refrescos, terminada la hora del programa, cada uno iba para su auto.

- Te lo advertí, Miguel, varias veces - advirtió Jorge con una sardónica sonrisa mientras abría la puerta de su vehículo.

Miguel decidió no darle importancia a las amenazas de Jorge, pero dos días pasarían para que Pablo entrara a la sacristía sosteniendo un periódico enrrollado entre sus manos temblorosas. Su rostro serio, sus labios apretados, sus ojos llenos de preocupación lo dijeron todo. En completo silencio, Pablo puso el periódico abierto sobre la mesilla al lado del armario de la sacristía y se retiró sin decir una palabra.

El sacerdote se aproximó a la mesilla y pudo vislumbrar su foto en primera plana, debajo de un encabezado escandaloso y en letras grandes: "Grupos gais denuncian el doble discurso de vocero de la Iglesia".

Sus encuentros con jovenzuelos de dieciocho a veinte años casi cada semana en hoteles capitalinos de poca monta no se quedaron en el confesionario de Gerardo, ni en los acuerdos tácitos de confidencialidad con aquellos mancebos casi siempre delgaduchos y de aspecto adolescente. Uno de ellos resultó ser parte del colectivo liderado por Jorge. La tentación llamó a la puerta de Miguel y Miguel mordió el anzuelo. Todo el plan de Jorge y su séquito de activistas había tenido éxito.

La Iglesia decidió separar a Miguel de su cargo como vocero, suspenderlo de sus labores sacerdotales, enviarlo al único podio de sus redes sociales, desde donde siguió despotricando contra sí mismo pero en el reflejo de otros, desde donde los mismos ciegos de siempre seguían apoyando el mismo discurso, escondiendo sus propios secretos.

Años después, un amanecer en un remoto seminario Mexicano es el lugar en donde el Padre Miguel se oculta. Fue demasiado tarde cuando decidió pedir cédula a sus mancebos, el daño había sido hecho. Monaguillos de once o doce años iniciados a la fuerza en las artes sexuales, proveídos de pornografía por el mismo padre, tan piadoso ante los fieles y monstruoso ante los chicos.

Los muchachos requirieron de un gran valor y mucho tiempo para romper el silencio. El tiempo se agotaba, pronto caducaría el tiempo para poder condenar a Miguel por sus crímenes. Registró una salida del país, una entrada en suelo mexicano y su rastro se borró por completo. Muy tarde, la iglesia lo redujo al estado clerical, quizá para aminorar la airada furia del pueblo y de los medios. Su rostro, otrora defensor de la moral más conservadora, aparecía en el registro de más buscados de la Interpol, junto con la descripción de los delitos por los que se le buscaba.

Definitivamente, el armario de la sacristía nunca más volvió a cerrarse.



©Lauren Rey todos los derechos reservados
OBRA DE FICCIÓN LITERARIA. Cualquier similitud con hechos y personajes reales es mera coincidencia


Los titiriteros

La verdad es esa fugitiva que muchas veces creí tener en mis manos, tan solo para verla desvanecerse ante el peso de otras verdades.

Me siento como una ciega de nacimiento, incapaz de describir los colores. Desnuda de toda convicción, me intriga la razón por la que existo, que plan de cuál ser o qué divina casualidad pusieron mi efímera conciencia a andar en este minúsculo segmento de tiempo y espacio.

Mis titiriteros me convencieron de una cosa de la que hoy dudo. Ellos me dijeron que este mundo es una suerte de prueba de obstáculos con el fin de determinar si merecemos un cielo eterno o un infierno eterno. Me hicieron creer que los más grandes deleites de mi corta existencia son tentaciones malignas para hacerme merecedora de castigos fuera de toda proporción.

Y tuve miedo, por eso les creí.

Los titiriteros son todos hombres, varones de nacimiento. Gran parte de ellos de cabello canoso y arrugas en el rostro. Todos ellos solitarios trabajadores de sus dogmas, encerrados en sus cómodas casas, sin hijos ni afectos eróticos, al menos en teoría, puesto que muchos han desviado el camino desahogando sus deseos de las formas más nauseabundas.

Yo les creí, les di mi lealtad ciega, compré su certeza de tener la verdad absoluta; estaba tan segura de lo que me esperaba tras la muerte como que al día siguiente saldría el sol. Solo debía sortear una serie de obstáculos para ganar ese premio tan añorado. Tenía que luchar contra mi propio cuerpo, mis propios afectos, mis propios deseos, y no contentos con eso, me exigían luchar también contra los cuerpos, deseos y afectos de mis semejantes, como una implacable voz de la razón y policía de la moral. ¡Qué ingenua fui!

Ahora entiendo el enojo de las víctimas de mis moralinas.

-¡Métete en tu vida, necia!
-¡Haz dieta en vez de criticar, gorda!
-¡Regresa a tu caverna, retrógrada!

¿Cuántas lágrimas cayeron sobre mi teclado producto de esas duras palabras? Soy incapaz de contarlas.

El bien y la verdad... ¿quién puede definirlos con certeza?

Dios existe, de eso no tengo duda alguna. Yo misma soy una impresionante obra de bio ingeniería. Las tareas más simples que puedo realizar no alcanzan ni de cerca a las que realizan máquinas creadas por genios de la robótica. ¿Cuánto costaría crear un robot que lave los platos y tienda las camas? ¿Y un robot que pinte paredes? ¿Otro que conduzca un vehículo? ¿Y qué tal uno que haga todo lo anterior y a la vez se cuestione sobre los motivos de su creador para hacerlo? No lo creo imposible pero sí muy difícil.

Y ya Algo o Alguien ideó máquinas maravillosas que nacen, crean, obtienen energía de su entorno y hasta tienen tiempo de cuestionarse el sentido de la vida. Y ni hablar de otros milagros como los océanos, la gravedad, la distancia del sol que nos permite la vida, el equilibrio gravitatorio que aporta nuestra única y hermosa luna y nos permite tener climas estables y estaciones definidas.

Veo la mano de un ingeniero, diseñador, artista, un ser que solo vive para crear por la mera pasión de hacerlo. ¿Y será que un ser que creó miles de millones de galaxias entre las que no somos ni una insignificante mota de polvo lleva la cuenta de cuántos domingos falto a misa, cuántas veces al día tengo pensamientos y deseos "impuros" o cuántas veces omito decirles a los demás lo que según los titiriteros está bien o está mal?

Me cansé de todo eso, me cansé de buscarle lógica a lo que no la tiene.

Lucy se enmarañó en un soliloquio de horas en las que meditó sobre Dios, la vida, la otra vida, el bien, el mal y el amor. Cada vez más confundida, como si dos voces que debieran ser una sola se enfrascaran en una interminable discusión.

Se miró al espejo y vio como su reflejo tomaba vida propia. Sus facciones se relajaban, devolviéndole una lúdica sonrisa. Pero en Lucy crecía la incertidumbre y su rostro trataba de endurecerse en una severa mueca.

No era la primera vez que le pasaba.

El marco del espejo comenzó a desvanecerse, pero la imagen de Lucy reflejada seguía ahí, sonriente, resuelta.

La imagen entró a la dimensión de fuera del espejo y abrazó a Lucy como si se tratara de una vieja amiga a la que hacía mucho no veía.

- Diana - murmuró Lucy mientras resistía el abrazo de su álter ego.

- Amada Lucy, te siento tensa - replicó Diana mientras se alejaba un poco para contemplar a su doble - me necesitas, no puedes vivir sin mi.

- Yo tomé una decisión, Diana - respondió Lucy mientras apartaba la mirada - deberías irte.

- No me iré. Pero tú sí - replicó Diana mientras en una rápida maniobra volteaba a Lucy y la encerraba en el espejo, haciendo reaparecer los marcos y dejando a Lucy en la dimensión del silencio.

Diana, la maldad o la libertad... y así fue como Lucy llamó a su lado más salvaje, a su naturaleza curiosa, sensual y resuelta, a la que un mal día decidió tachar de pecaminosa y reprimir, tan solo para darle más poder, un poder tal que hizo desaparecer a Lucy para siempre.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Una historia de amor sin final feliz

Ella se llama Lucía, él se llama Julián. Dos almas solas y atormentadas que se encontraron en el otoño de sus vidas. Ella seguía conservando la belleza de la juventud y salvo uno que otro signo, disimulaba muy bien sus más de cuarenta años. Él no era un tipo feo, hasta tenía una cierta semejanza con un actor de cine y también disimulaba haber cumplido ya más de medio centenar de años de edad.
Ambos tenían el corazón roto y múltiples heridas producto de la traición de aquellas personas que juraron quedarse a su lado hasta que la muerte los separe. Julián tuvo un feliz matrimonio, tres hermosos hijos y una esposa encantadora, pero todo era una farsa que ocultaba una cruenta historia de una infidelidad por parte de Adriana, su ex mujer, quien cayó en brazos de un amigo de su marido y mantuvieron una relación clandestina por varios años, resultando que uno de los tres hijos de Julián no era hijo de su sangre.
Pareciera un cliché tomado de alguna serie dramática mexicana, pero Julián encontró a Adriana y a su gran amigo Pablo en su propia cama, en aquel lecho sin mancha del que tanto presumía Julián en sus reuniones de catequesis matrimonial.
Para Julián no existía otra posibilidad más que perdonar a su legítima esposa y tratar de arreglar su matrimonio, pero ella estaba enamorada de Pablo. Un día simplemente se apareció con su abogado y le ofreció dos opciones a Julián: firmar un divorcio pacífico e irse de casa, o esperar una cruenta guerra en los Tribunales de Justicia, en donde tendría las de ganar por ser mujer. Ante la nefasta posibilidad de ver obstruida su relación con sus hijos, decidió firmar el divorcio, empacar sus propias cosas y volver a casa de su madre. Tendría unos treinta años de edad apenas, la edad perfecta para sanar sus heridas y reiniciar su vida con un amor verdadero. Pero para un hombre ultracatólico como Julián esa posibilidad era impensable, para él, ante Dios, Adriana era su legítima esposa y lo sería hasta la muerte de alguno de los dos.
Por su parte, Lucía se casó enamorada de Alfredo, un encantador y guapo hombre, alto, de cuerpo bien cuidado por la disciplina del gimnasio, con un torso escultural y una sonrisa de galán de telenovela. Ella cayó rendida ante aquel ejemplar y para él, una mujer como Lucía, alta, curvilínea y de breve cintura y con un rostro de reina de belleza, se le hacía una compañía digna. Además, Lucía provenía de una buena familia, adinerada y bien posicionada.
Iniciaron un cortejo muy breve, caracterizado por el pudor y el recato de Lucía, quien juraba protegería su virginidad hasta el altar, porque así lo quería Dios. Alfredo dejó pasar aquella señal de alerta, pero a escondidas seguía frecuentando damas de compañía y clubes nocturnos. Si no lo hacía Lucía, de una u otra forma saciaba sus apetitos sexuales.
Un breve noviazgo fue seguido de un pronto matrimonio. Tenían menos de un año de conocerse, pero para Lucía era inaceptable la idea de entregarse a aquel hombre sin la bendición de Dios y mucho menos convivir bajo el mismo techo sin haber contraído el sacramento del matrimonio. Hubo prisa, además, Lucía soñaba con ser madre joven y tener una familia numerosa.
Los primeros meses de matrimonio fueron el paraíso en la tierra. Lucía se sentía en el felices por siempre de un cuento de hadas, pero no tenía idea de lo que le esperaba.
Tres años pasaron y el bebé no llegaba. A Lucía le extrañaba si seguía al pie de la letra los calendarios y cálculos que recomienda la iglesia para concebir o espaciar las concepciones. No lo sabía, pero solo un par de meses después de casarse, Alfredo se hizo la vasectomía y antes de eso, como Lucía exigía que se apagara la luz de la habitación, se ponía preservativo a escondidas. Alfredo no quería ser padre.
Lucía rogaba a Alfredo hacer algo, pero él, temiendo que se descubriera su jugarreta, posponía cada vez más la cita en la clínica de fertilidad. Sobra decir que Alfredo seguía frecuentando a las damas de compañía y con una en especial entabló una relación.
Un buen día, simplemente rompió su relación con Lucía, como si fueran unos novios del colegio, como si aquel trascendental paso que Lucía sintió había dado fuera cualquier cosa. Para él era una conquista más, para ella, su proyecto de vida. Alfredo hizo maletas y dos semanas después el abogado llegó solo, con la escritura de divorcio. Le dejó la lujosa y enorme casa a Lucía y uno de los tres autos que tenía, más una carta en que le confesaba su vasectomía. Ella simplemente firmó, a sus veintiocho años sintió que su vida había terminado. 
Se refugió en misas y rosarios, sus rodillas ya rojas y doloridas de tanto orar pidiendo la restauración de su matrimonio. Pasaron dos, tres, pasaron diez años y ella siguió esperando a Alfredo, su legítimo esposo, que nunca volvió, que dejó a la escort por otra y a la segunda por una tercera con quien contrajo matrimonio civil, revirtió su vasectomía y tuvo dos hijos. Ella lo supo gracias a Facebook.
Lucía cumplió cuarenta y dos años. Conoció a Julián de cincuenta y uno en una marcha contra el aborto y el matrimonio gay. Entre ellos hubo química inmediata, tenían los mismos intereses, les gustaban las mismas películas, la misma música, los mismos libros. Empezaron a frecuentar el cine, el teatro, días de campo y tardes enteras de charla y café.
Bastaba un roce de sus manos para hacer que una ráfaga de calor vibrante les recorriera de pies a cabeza, como si fuera un gran sorbo de vino. No podían esconder más lo que sentían el uno por el otro y decidieron iniciar un noviazgo.
Parecería la historia de amor perfecta y feliz. Dos almas rotas y solitarias, traicionadas y abandonadas se encuentran para darse un segundo chance de amar y ser amados. Quizá la última oportunidad de Lucía para ser madre como tanto lo deseó. Quizá la última oportunidad de Julián de tener a una bella mujer como compañera de vida, con quien viajar, con quien llevar las cargas de la existencia.
Pero si osaban amarse completamente, en almas y en cuerpos, estarían cometiendo un "terrible pecado", se convertirían en adúlteros, porque en sus mentes adoctrinadas, dogmáticas, cuadradas, víctimas de la manipulación y del fanatismo, si osaban darse un segundo chance para ser felices, cometerían "adulterio". Ante los ojos de Dios creían seguir obligados a ser fieles a ese par de traidores con los que cometieron el error de casarse.
Sabían que era demasiado tarde para ellos intentar el burocrático y engorroso proceso de nulidad matrimonial eclesiástica, un proceso por demás caro y largo para anular no un matrimonio sino dos y después poderse casar ellos. Para entonces quizá sería muy tarde para Lucía poder ser madre, para entonces habrán pasado muchos años, años de vida, valiosos y cortos desperdiciados en dogmas hechos para hacer infelices a las personas.
Un día Julián le propuso a Lucía casarse por lo civil y hacer su vida matrimonial mientras tramitaban sus nulidades matrimoniales. Julián debió amar demasiado a esa mujer como para poner a un lado su ferviente fanatismo. Pero para ella era impensable cometer el "pecado mortal" de casarse por lo civil estando casada válidamente por la iglesia con otro hombre. "Y si morimos, Julián, nos iremos directamente al infierno por ese pecado".
Entonces Julián y Lucía terminaron y hoy se les ve por ahí, solitarios, tristes, él amargado y despotricando contra todo el que quiera ser feliz, contra todo el que se tome ese atrevimiento de desafiar al "Dios de amor" siendo feliz en esta corta vida. Ella se quedó ahí, acompañada de sus gatos, triste, melancólica, siempre metida en las actividades de la iglesia, mirando con añoranza a esas familias fecundas atendiendo la misa, consolándose a sí misma con "una eternidad en el cielo por unos años de sufrimiento".

Y medito para mí misma, lo esclavizante, absurda, inhumana que es la religión mal asumida, la religión seguida al pie de la letra, con fanatismo y ceguera, con cero capacidad de cuestionar.
Sin embargo, al fin y al cabo, las únicas pobres víctimas de su ceguera fueron Lucía y Julián, que prefirieron doctrinas de hombres en vez de aprovechar cada día de su corta vida amando y cumpliendo sus sueños. Siento real y profunda pena por ellos y más aún por el karma que han debido acumular esos hombres mentirosos, hipócritas y dogmáticos, esos sepulcros blanqueados que pontifican sobre estas normas inhumanas y retorcidas, arruinando vidas y haciendo infelices y temerosas a las personas.

Esta historia está basada en hechos reales, he cambiado los nombres de los involucrados para proteger su identidad, así como algunos hechos para inyectarle un poco de dramatismo. Y aunque no lo crean, esta triste historia sucedió en pleno siglo XXI.

jueves, 11 de mayo de 2017

El arte de vivir y dejar vivir parte I

“Vive y deja vivir” no es solo una frase cliché para ubicar a quienes creyéndose poseedores de una moral superior insisten en opinar o influir en vidas ajenas, sino una frase que encierra mucho más, una frase que encierra el secreto para la paz mental y para convertirnos en emisores de la paz en nuestros ambientes.
Es una frase conformada por dos partes, la primera vive y la segunda, deja vivir. Se trata de una filosofía que establece un compromiso con nosotros mismos y con los demás, un compromiso para conformar relaciones pacíficas y convertirnos en personas pacíficas capaces de fluir con la vida.
Fluir como el agua que es capaz de amoldarse a cualquier recipiente sea cual sea su forma. El agua y su fluir transmiten paz a la mayoría de las personas, desde las olas del mar y su constante arrullo, hasta una fuente y su refrescante borboteo, sonidos tan relajantes que incluso son utilizados en la música para meditar o practicar disciplinas como el yoga.
El agua es clara, es honesta, es dulce, es vital, así como la paz. ¿Te has enfrascado en discusiones sin fin con tus amigos, familiares, compañeros de trabajo o desconocidos en una red social? ¿Has enfrentado sentimientos de ira, cólera, prepotencia o tristeza como fruto de esas discusiones? ¿Has meditado en cuánta paz aporta eso a tu vida y a la de quienes te rodean?
Yo solía ser una persona con una moral muy cuadrada y estricta, como producto de una canalización errónea de la religión y la espiritualidad y asumía muy en serio mi compromiso de ser “sal y luz de la tierra”, desde un concepto totalmente distorsionado y torcido de las palabras del Maestro Jesús. Me creía con la potestad y hasta con la obligación de ser como la voz que clama en el desierto para decir “eso está bien”, “eso está mal”, “Dios ve eso con malos ojos”, “eso es pecado”. En muchas ocasiones esas observaciones iban destinadas a calificar y etiquetar aspectos sumamente íntimos y personales de cada cual, como su identidad u orientación sexual, su vida privada, sus prácticas espirituales, entre otras. Me creía en la necesidad y obligación de ejercer “corrección fraterna” hacia quienes según yo y mi punto de vista, estaban haciendo las cosas mal.
Es evidente que dichas observaciones eran percibidas con hostilidad, convirtiéndome en blanco de ataques verbales y personales, haciéndome perder relaciones que valoraba muchísimo (inclusive al amor de mi vida), amistades y hasta el contacto con familiares, lo cual exacerbaba mi fanatismo religioso y me hacía creer que no eran sino pruebas divinas para probar mi resistencia y perseverancia y que la realidad de los cambios que ha experimentado la sociedad a nivel de familia, relaciones, moral, entre otros, eran fruto de una gran conspiración para destruir al ser humano.
La mentalidad sectaria es aquella en la que un grupo de personas se aísla de los demás creyéndose poseedores de una verdad absoluta, de una moral suprema y merecedores únicos de la salvación eterna. Es el mismo sentimiento que lleva a algunas personas muy desequilibradas mentalmente a hacerse estallar en nombre de Dios porque les han prometido 72 vírgenes en el paraíso. Es el mismo sentimiento que lleva a otras personas a ondear carteles con mensajes hostiles e hirientes en lugares públicos contra las minorías. Es la misma convicción que lleva a otros a considerar seriamente apoyar iniciativas políticas y públicas que restrinjan o veten la planificación familiar científica y realista, el divorcio, el matrimonio entre personas del mismo sexo y en otras palabras, división en nombre de una fe, seguida de la imposición de una verdad absoluta.
Es evidente que existen estilos de vida y acciones que son realmente dañinos y peligrosos para la sociedad, como la distribución de drogas altamente adictivas y destructivas, círculos de corrupción en las altas esferas del gobierno que malgastan y extraen para unos cuantos dineros del tesoro público, personas con sociopatías que las llevan a matar por placer, el execrable y asqueroso abuso sexual a personas menores de edad, e incontables otros. El mal objetivo y el bien objetivo existen, sin embargo, es tarea de la sociedad y sus fuerzas del orden tipificar y punir las conductas que nos dañan a todos como sociedad, las conductas que realmente son lesivas de los derechos de las personas y no aquellas consideradas inmorales o pecaminosas por unos cuantos.
Dejar vivir no se trata de ser indiferente a lo que hagan los demás, o celebrar que cada cual haga lo que se le de la gana, sino entender que mis derechos terminan en donde empiezan los derechos de los demás. Como mi derecho a fumar termina en donde empieza el derecho de los demás a respirar aire limpio. Como mi derecho a creer en una religión termina en donde yo, con base en esa religión, restrinjo los derechos de los demás, los juzgo, los señalo, los segrego, los hiero y de paso me hiero a mí misma, creando un ciclo interminable de hostilidad.
Vivir es hacer y creer lo que nos hace felices, dejar vivir es dejar a los demás creer y hacer lo que les causa felicidad. Cuando me di cuenta de que vivía sometida a una creencia según la cual la más mínima cosa que me hace humana me hacía merecedora del infierno, una creencia según la cual esta vida es despreciable y es solo una gran prueba, un gran “valle de lágrimas” antes de ganar “el cielo, el paraíso, el descanso eterno” del cual nadie tiene certeza ni pruebas, acepté dos cosas, la primera, no estaba viviendo porque no me sentía feliz, la segunda, no dejaba vivir porque juzgaba, señalaba, increpaba. Increíblemente, la gran mayoría de las personas que se consideraban de la misma religión que yo, seguían esa filosofía de tomar lo bueno y obviar lo que los hace infelices, pero una pequeña minoría dentro de ese gran grupo, incluso se creen con capacidad de juzgar a sus propios correligionarios de falsos, tibios, “light”, con severos reproches incluidos.
Todo fanatismo es enemigo del vivir y dejar vivir, incluso he conocido a personas ateas fieles a su convicción de arrancar cualquier vestigio de creencia y fe de los demás, con comentarios inoportunos, burlas, agresiones, intensidad. Todo fanatismo nos resta calidad de vida y nos convierte en personas tóxicas para los demás, personas que solo abren la boca o mueven los dedos para hacer comentarios pasivo agresivos y destructivos que los convierten en espinas para los demás.
¿Qué quieres ser en el gran jardín de la vida, espino o flor?

El Armario de la Sacristía

Las albas y las casullas limpias, olorosas a suavizante de telas colgaban impecablemente en el armario de la sacristía, ordenadas por color...